Un hogar al final del camino
La vida de Leo Virtanen Koskinen comenzó en pleno invierno boreal el año 1918, en una atípica familia finlandesa. Su padre, Mika Virtanen, se ganaba la vida talando los árboles de los espesos bosques de hayas, abetos y pinos que se encontraban alrededor de un pueblo llamado Sinikivi, en la provincia de Savonia. Su madre, Sofía Koskinen, era una chica capitalina que había estudiado piano en su niñez, y desde pequeña anhelaba presentarse en las grandes salas de las capitales europeas.
Mika Virtanen y Sofía Koskinen se conocieron en la ciudad de Helsinki, capital de Finlandia, el verano del año 1915. Su amor fue como un rayo, dos seres con proyectos de vida muy disímiles se unieron sorteando los malos augurios que las personas de su entorno habían pronosticado.
Él era un pueblerino de veinticinco años, de rasgos marcadamente nórdicos; alto, delgado, de cabello rubio y ojos azules. Viajó por primera vez a la capital para desempeñar una ocupación de aprendiz en un pequeño taller de reparación de relojes, localizado en el centro de la ciudad.
Este trabajo le brindaba expectativas de progreso laboral; aunque en ese momento recibiría como pago un sueldo pequeño, si llegaba a ser designado maestro relojero su nueva paga le permitiría alcanzar ciertos lujos que por el momento no le era posible cubrir. A su madre le tranquilizaba que no siguiera desempeñando esas duras faenas forestales en plena intemperie, en un clima tan extremo como el finlandés, que en invierno puede llegar hasta los menos treinta grados bajo cero.
Mika se esmeró en aprender esa labor tan meticulosa, que requería mucha concentración, pero anhelaba regresar a su pueblo para trabajar en los bosques de una provincia a la que sentía que pertenecía.
La jornada de trabajo era extensa. Al finalizar, caminaba las tres cuadras que separaban al taller de su hospedaje. Era una casona antigua de dos pisos, construida con madera nativa que rechinaba cada vez que las personas circulaban en su interior, otorgándole un aire lúgubre. Su dueña era una señora viuda que, para subsistir, arrendaba habitaciones principalmente a trabajadores provincianos que se radicaban en la capital, como era el caso de Mika.
El otro aprendiz del taller lo invitaba con frecuencia a su casa para compartir con su familia, pero Mika nunca aceptó. Por eso, su estadía en la capital era solitaria, y su mayor entretención era pasear por la ciudad en su único día de descanso, el domingo. Ni la lluvia ni la nieve le impedían caminar por las callejuelas y los parques, pero su pasatiempo principal era, sin duda, contemplar el movimiento de los barcos en la hermosa bahía de Helsinki.
Sofía era una joven de veinte años, delgada, con un bello rostro de ojos color verdoso, con cabello largo y trigueño. Su sueño era viajar a la ciudad de París para asistir a su renombrado conservatorio y ser seleccionada como una de las pocas mujeres integrantes de su orquesta filarmónica; pero el comienzo de la Primera Guerra Mundial truncó su anhelo. Sus padres, aunque eran personas comprensivas, le prohibieron viajar a un lugar tan lejano, además tan peligroso en aquellos tiempos.
Un domingo de verano, Sofía paseaba por la bella Helsinki, atestada de familias y niños que jugueteaban por sus parques y callejuelas, cuando Mika la divisó por casualidad en la plaza del mercado, a orillas de la bahía. Se prendó de esa bella chica que llevaba un vestido blanco que resaltaba su belleza natural, y le fue inevitable acercarse a su lado presentarse. Inició una conversación en la que le comentó de su vida, de su pueblo y de su familia. Aunque Sofía se mostraba indiferente, en su fuero interno se sintió muy atraída por ese extraño hombre de temperamento tímido y hablar pausado, pero apasionado. Además, vestía ropa formal y demasiado anticuada para esa época; peculiaridades diferentes con respecto a las personas que había conocido hasta ese momento. Conversaron durante horas.
—Cuando era niña, con mis padres fuimos varios veranos a pasear a un pequeño pueblo. Mi padre tenía una cabaña construida a la orilla de un lago; en las noches, contemplaba las estrellas y la luna que se reflejaban en su agua cristalina, realmente me encantaba —señaló Sofía. Mika la miraba embobado, sentía que su corazón iba a escapar
—Me imagino que era muy hermoso —comentó.
—Si, así es —recalcó Sofía—. Cuando paseábamos por las callejuelas del pueblo, mi padre se saludaba con todo aquel que se cruzara en su camino y mantenía largas conversaciones con sus amables habitantes. Esa preocupación de los unos por los otros me parece un hermoso gesto que demuestra el cariño que se profesan. Esto no sucede en las ciudades, donde cada uno vive indiferente a las necesidades de los demás. ¿Es así su pueblo?
—En un pueblo pequeño como en el que yo vivo, todos nos conocemos. Nos encontramos con regularidad en las actividades que organizamos, por ello es inevitable que muchas veces los vecinos se entrometan en la vida de los demás —respondió Mika en tono de broma.
En ese instante, Mika fijó su vista en los ojos de Sofía y le expresó la pasión que sentía por ella.
—Yo soy una persona reservada, no fue fácil para mí acercarme a usted, pero tenía que hacerlo, tenía que conocerle apenas la vi. Un impulso en mi interior, en mi alma, me obligó a ello. Discúlpeme si soy un poco atolondrado.
Sofía guardó sus emociones, quería evitar una mala impresión de Mika y, ante esta declaración apasionada, solo atinó a sonreír.
—La verdad es que a veces me dejo llevar por mis emociones, soy de aquellas personas que no planifica la vida. No puedo evitarlo, está en mi esencia —reconoció el joven.
Sofía veía la vida bajo otro prisma.
—Muchas mujeres planificamos por esencia. Desde niñas imaginamos nuestro matrimonio, los hijos, queremos un amor eterno. De verdad creo que es posible lograrlo, mis padres son un ejemplo para mí.
Perdieron conciencia del tiempo en la conversación y se despidieron cuando ya oscurecía, no sin antes acordar nuevos encuentros por las tardes, que se hicieron cada vez más habituales. Aunque ella tenía muchos pretendientes, no les daba mayor importancia; nunca había sentido una atracción verdadera por algún hombre, hasta que conoció a Mika.
Ahora sus paseos finalizaban frente a la casa de Sofía, una enorme vivienda que se ubicaba en un sector acomodado de la ciudad. Lo habitual era que Mika la acompañara hasta la puerta y, luego de verla ingresar, se marchara caminando a la hospedería. Pero en una ocasión esto cambió, pues ella le solicitó que ingresara ya que sus padres querían conocerlo. A pesar de sentirse intimidado, inseguro y nervioso, aceptó la petición.
Los padres de Sofía, don Elías y doña Lumi, los estaban esperando. Luego de saludarlos, Mika les comentó de su vida. Preocupados por el bienestar de su hija como cualquier padre, lo interrogaron sutilmente acerca de sus planes para el futuro y sus intenciones con su hija. El pretendiente recalcó que era un hombre trabajador y alejado de todo tipo de vicios, y que sus sentimientos por Sofía eran sinceros.
Don Elías era un señor calvo, de estatura mediana y robusto; doña Lumi una dama delgada, de facciones delicadas. Eran una familia que mantenía cierto grado de bienestar fruto de sus negocios, aunque los finlandeses siempre han sido una sociedad muy igualitaria. Si bien gozaban de privilegios que les permitieron viajar por las principales ciudades de Europa, eran personas sencillas que valoraban sobre todo la honradez y el trabajo esforzado. Por ello, no les desagradó el noviazgo de Sofía con ese hombre humilde; al contrario, lo consideraron una persona de buen corazón.
Cuando Los Koskinen se casaron, planearon tener muchos hijos; pero por una condición médica indeterminada doña Lumi no lograba que sus embarazos llegaran a término. Sufrió más de una pérdida, que causaron un fuerte daño emocional al matrimonio. Cuando ya se habían resignado y consideraban la posibilidad de adoptar, Lumi se embarazó cumpliendo los treinta y seis años, dando a luz con posterioridad a una hermosa niña.
Mika llevaba cortejando durante tres meses a Sofía cuando le pidió matrimonio. Entendió rápido que era la mujer de su vida y no requirió de más tiempo para tomar esa decisión tan importante; la felicidad estaba junto a ella. “Soy muy afortunado”, se decía. “Hay personas que nunca encuentran el amor en toda su vida y solo lo sustituyen por cariño, engañándose a sí mismos y al otro”.
—¡Sofía, yo le amo como nadie le va a amar en la vida!
Ella, en un arrebato de pasión lo besó, fundiéndose ambos en un fuerte abrazo que duró varios minutos. Era una respuesta más que suficiente para Mika, pero ella quiso que todo el mundo fuera testigo de ese bello momento y exclamó:
—¡Sí!, ¡le amo y solo con usted soy feliz!
La tarde del siguiente día, Mika se acercó a la casa de Sofía para cumplir con el protocolo que le obligaba a solicitar la venia paterna. En esa ocasión, volvió a sentir la misma inseguridad de aquella vez que conoció a sus suegros.
Golpeó la puerta y la empleada de la casa le abrió. Ingresó con su cuerpo rígido, sin ninguna gesticulación en su rostro, y se dirigió al salón, donde se encontraba don Elías. Doña Lumi y Sofía esperaban expectantes en otra habitación.
Su futuro suegro, percibiendo el nerviosismo de Mika, le ofreció un vaso de coñac que aceptó con gusto. Bebió un sorbo, hizo una pausa y luego, con tono fuerte y seguro, le expresó su petición.
—¡Señor, quiero solicitar la mano de su hija! La amo con todo mi corazón y dedicaré mi vida a hacerla feliz.
Comprendiendo los sentimientos profundos que sentía su hija por Mika, don Elías aceptó y solicitó la presencia de doña Lumi y Sofía para celebrar el futuro matrimonio. Al llegar al salón, don Elías le dedicó a Sofía unas emocionadas palabras.
—Hija, tú eres lo más importante para nosotros, no queremos en esta vida más que tu felicidad, esperamos que Dios bendiga esta unión con Mika, tal como ha bendecido mi matrimonio con tu madre.
Sofía emocionada rompió en llanto, abrazó a sus padres y después besó cariñosamente la mejilla de su novio.
A las dos semanas, Mika y Sofía se casaron en una pequeña iglesia de fe luterana, con una ceremonia muy íntima a la que asistieron solo los familiares más cercanos de la novia.
Luego del matrimonio, Mika preguntó de manera sutil a su esposa si estaría de acuerdo en trasladarse a vivir a Sinikivi. Ella, comprendiendo que ese era el anhelo de su marido, no dudó en acompañarlo, esperando en un par de años retomar sus sueños profesionales. Así todo, su pasión por la música nunca la abandonaría, y por eso transportó su querido piano de cola a ese lugar desconocido.
Transcurridos un par de días, la recién formada familia Virtanen Koskinen llegó a primera hora de la mañana a la estación de trenes de Sinikivi. Ahí los esperaba la viuda madre de Mika, doña Outi, una dama de estatura baja y algo robusta.
Luego de varios meses de separación, madre e hijo se dieron un fuerte abrazo. Tras ello, Mika presentó su amada Sofía a su madre.
—Mamá, ella es Sofía, mi encantadora mujer.
Doña Outi observó con detención a la joven, situación que intimidó a Sofía al principio; era la primera vez que se encontraban. Pero la suegra se encargó de borrar en un segundo esa inquietud, pues abrazó a su nuera con cariño y en ese mismo momento congratuló a Mika.
Hijo te felicito, qué chica más hermosa y dulce es ella —dijo, y a continuación, mirando el rostro de Sofía, comentó—. Tienes unos ojos hermosos, ¡bienvenida a la familia!, espero que sean muy felices, se lo merecen.
Como doña Outi vivía sola, les ofreció que inicialmente se acomodaran en su vivienda situada en el mismo pueblo, y que luego se trasladaran a su hogar definitivo. Sin embargo, Sofía estaba ansiosa por conocer la cabaña en la cual comenzarían su nueva vida. Así, los enamorados descansaron un par de horas y partieron a ese lugar en pleno bosque.
Mientras transitaban por las callejuelas de Sinikivi con destino a la cabaña, se acercaron algunos vecinos a saludar y felicitar a Mika. También tenían curiosidad por conocer a la nueva integrante de la comunidad, a la que le manifestaron por cortesía su simpatía, pero guardando cierta distancia.
Ingresaron al bosque y caminaron por frondosos senderos, hasta que de improviso tuvieron a la vista la cabaña. Al verla, Sofía rememoró los cuentos de los hermanos Grimm: Hansel y Gretel, Caperucita Roja, Blancanieves y Rapunzel. Sintió que era parte de un cuento de hadas, situación que le pareció muy anecdótica.
Muy pocos habitantes de Sinikivi conocían la historia de esa cabaña. La había construido un forastero ermitaño que, de un momento a otro la abandonó. Por décadas se encontró deshabitada y nadie se atribuyó su posesión.
Cuando Mika era niño, mientras paseaba por el bosque en compañía de sus amigos, se toparon de casualidad con la cabaña, que fue por un tiempo el lugar de sus juegos. Ahora, teniendo conciencia del aislamiento y malas condiciones, decidió que sería su hogar hasta que lograran construirse una vivienda definitiva en el mismo pueblo, cerca de la casa de su madre.
Cuando doña Outi y unos amigos de Mika se enteraron de la decisión, hicieron lo posible por reacondicionarla para que fuera cómoda, teniendo en cuenta que al pasar los días Mika la seguiría reparando.
En el interior del inmueble, las vigas eran enormes trozos de troncos que atravesaban todos los salones, soportando la cabaña que se componía de dos habitaciones, una pequeña cocina y un salón amplio. En este último, se encontraba el comedor y un viejo sillón. Entre ambos lugares, frente a la chimenea, Sofía decidió instalar su hermoso piano.
Por años, la vivienda tuvo como moradores a los animales silvestres, que la utilizaban como madriguera. No era una sorpresa que la pareja, en más de una ocasión, despertase acompañada de algún pequeño roedor o ave que se escurría por alguna rendija aún sin sellar. Esta situación al principio atemorizó a Sofía, pero la terminó asumiendo como algo momentáneo. Una vez, comentó con cierta ironía: “Con que no amanezca al lado de un oso, soy feliz”.
Sinikivi era un pueblo pequeño, cuya población vivía en pintorescas viviendas de madera. Subsistían de la venta de sus recursos naturales: madera aserrada, carne de jabalí y de ciervo, además del abundante salmón de los ríos del entorno.
Mika retomó su trabajo forestal. Cada mañana, junto a su cuadrilla de faena, se adentraban en los bosques de coníferas hasta llegar a las zonas de trabajo. Su dura labor consistía en talar los árboles de los espesos bosques en las proximidades de la comarca. Para ello, utilizaban las peligrosas herramientas que esta función requería, con los escasos medios de seguridad que en esa época existían. Muchas veces los accidentes eran fatales.
Un mal cálculo en la caída del árbol, una equivocada utilización de una herramienta o el error de un compañero les costaría la vida a muchos de sus colegas, como ocurrió con su difunto padre.
La tala se llevaba a cabo con una sierra dentada con dos mangos, que era manipulada por dos hombres, a la vez que en forma coordinada la cimbraban. Mika tenía experiencia en esta tarea, situación que le concedía ventaja frente a un trabajador novato, pero aun así no se confiaba. La vorágine de hombres talando y animales de carga moviendo esos enormes árboles en medio de fuertes lluvias y nevazones, comunes en estas latitudes, agregaban incertidumbre al trabajo. Por eso, la mayoría de los hombres de la cuadrilla no superaban los treinta años de edad; solo el capataz de la faena rondaba los cincuenta.
Mika entendía que la madera obtenida de su trabajo era bien utilizada para mejorar la calidad de vida de las personas, pero no dejaba de contrariarle el efecto que podía causar la tala de ese hermoso bosque.
Sofía comprendió que su estilo de vida había cambiado al momento de casarse. Como gran parte del día se encontraba sola, toda su energía se centró en retocar lo que consideraba que la cabaña requería para convertirla en un hogar. A pesar de que nunca había realizado tareas hogareñas —todas sus necesidades solían ser cubiertas por las empleadas de la mansión—, era una persona que aprendía rápido. Con un poco de dedicación, logró cumplir los proyectos que se propuso.
Sofía reflexionaba a veces: “Mi padre siempre me aconsejó que fuera perseverante en la vida. Aunque esa cualidad no siempre te permite conseguir el éxito, por lo menos evita que te recrimines por no haberlo intentado”. Por eso, siempre daba su máximo esfuerzo en los planes que se trazaba.
Habiendo transcurrido varias semanas desde su llegada, en ocasiones sentía cierta nostalgia. Para esos instantes tenía la receta que le ayudaba: se sentaba frente a su piano. Solo tocando los primeros acordes de alguna partitura, imaginaba que estaba de vuelta en su antiguo hogar. Cerraba sus ojos, se concentraba en la música, y su corazón se serenaba.
Su amor por ese maravilloso instrumento comenzó cuando, al cumplir los ocho años, sus padres la llevaron al Teatro Nacional para presenciar por primera vez un concierto. Se presentaba la bagatela para piano “Para Elisa”, del prodigioso compositor alemán Ludwig van Beethoven.
Estaba tan encantada que les rogó a sus padres que le compraran un piano, comentándoles que deseaba aprender a interpretar esa hermosa música. Ellos al comienzo pensaron que era un capricho del momento; pero al verla tan entusiasmada, no dudaron en apoyarla y cedieron a su petición, además de contratarle clases. Con el transcurso de los años, les demostraría que la música era su pasión de vida.
Una tarde, Mika regresó a casa con una idea clara que compartió con su amada: le propuso que impartiera clases de piano a los niños y jóvenes del pueblo.
—Los vecinos la van a aceptar una vez que la conozcan y vean la gran profesional que es —dijo con seguridad.
Muy entusiasmada, besó a Mika y le expresó sus sentimientos
—¡Usted siempre busca mi felicidad, por eso lo amo!
La propuesta de su marido le renovó el ánimo y, sin demora, se acercó al pueblo a primera hora del día siguiente. Fue pegando carteles en los lugares más concurridos, pero no consideró que los habitantes de aquellos poblados suelen ser personas sencillas, retraídas y de ideas conservadoras. Eso jugó en contra de sus planes, pues no hubo interesados.
Escrito por:
Víctor Manuel
Extracto de la novela Un hogar al final del camino
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