RECUERDOS DE TABERNA
Esto empieza de una forma o de otra.
Recuerdo que, cuando era viejo, frecuentaba una taberna en Cádiz, ¿o tal vez fue en París? Bueno, el punto es que no bebí ni una gota de birra. O vino. Religiosamente, mientras narraba mi historia, a sorbos cortos trasegaba un vaso de limonada. Eso era más sorprendente para algunos que el relato mismo, en esos tiempos era usual beber como caballeros, es decir, hasta caerse al suelo. De ahí en adelante era beber como bestias, asunto de discusión diferente, pues trascurría en otro estrato que era, por supuesto, el piso.
Bueno. Esa noche yo narraba, como decía, mis conclusiones sobre el encuentro más reciente con mi amigo y colega Aligieri el Puñetas, como me gustaba llamarlo. Se ufanaba el tipo de haber conocido a la mujer más bella y perfecta de la terra tutta. Con la intención de impresionarla, nada mejor había hallado que escribirle unos falsetes para divinizarla, la metáfora era buscarla por sitio todo, cielo e infierno, y encontrarla, mira tú por dónde, en manos del Maligno. Él, denominándose el Dante, cogía al diablo por el gaznate y rescataba a la doncella para llevarla al cielo, donde pertenecía. Si ustedes hubiesen conocido a Aligieri como yo, seguramente también se les habrían secado los ojos de risa como a mí después de leer aquel folletín que el Puñetas había tenido el descaro de titular El divino rescate.
Y es que, para feos, Aligieri iba cantado. Flaco, alto y encorvado, el rostro enjuto y ojos hundidos (por las puñetas, decía yo), nariz prominente y aguileña, calvo para más inri, cosa que ocultaba malamente con un sombrero jubón que le habían regalado en un convento y que él usaba con gran cariño, pero de que era feo el trapo aquel, lo era. Imaginar entonces a aquel tímido parmesano como a una furia de melena leonada que cargaba en brazos a una manceba mientras machacaba con los pies al aterrado Lucifer, era algo que sobrepasaba mi cristiana capacidad de comprender que el amor deja al hombre ciego, así que no entendía el contexto en que estaba escrito aquel épico relato.
Solo cuando vi sus lágrimas y la sombra en su rostro comprendí lo grande que era el amor que angustiaba a mi buen amigo. Se había sentado en una piedra y estrujaba entre sus dedos su jubón. Cuántos destrozos pueden causar en el alma ciertas mujeres... ¡Ay, señor! En ocasiones, la visión de una mujer nos nubla hasta cerrar la mente a cualquier cosa que no sea ella o su nombre.
Beatriz, así se llamaba su musa, la del Puñetas, digo. Beatriz. Sorbiendo el moco le aticé con los folios en la desnuda testa y le dije que fuera realista, ¿acaso él mismo se creía aquello del rescate? La última vez que leyó su fina poesía, lo único que se le daba bien, había cosechado tantos aplausos que pudo hacer el dichoso viaje en donde conoció a la donna Beatriz.
―Tu fama te la da tu lengua, no tu puñetero rostro ―le dije―. La divina comedia deberías llamarla y dedicarte a escribir poesía, es lo que te sienta.
Ahora todos los conocen, al Puñetas y su dichosa obra. Bah. Nunca conocí a la Beatriz aquella, quizá ni siquiera existía, quién sabe. De todas maneras, cuando acabé mi historia había pocos caballeros escuchando. Se me acabó la limonada, no quería seguir gastando saliva frente a una audiencia tan poco cortés. Me despedí del cantinero y me acerqué a la dama que cantaba, le tendí un cigarrillo y, haciendo gala de mi mejor franchute, le dije que tampoco me arrepentía de nada. Ella sonrió, me guiñó un ojo y señaló los camerinos. Edith, así se llamaba… creo. Lo que les cuento pasó hace tiempo, cuando era viejo, ahora soy joven y a veces me falla la memoria.
Escrito por:
Jorge-Pesce
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