MI NOMBRE ES PANCRACIO TEÓFILO
Mi nombre es Pancracio Teófilo. Sé que son dos nombres muy feos. Lo eran en el sur, imagino cómo suenan aquí en Santiago, donde hasta nombres lindos hay que tener si uno quiere que le vaya bien. Me los pusieron por mi abuelo y mi padre. Creo que nunca les importó llamarse así, o con tanto trago en las tripas nunca lo pensaron.
Nací en el sur de Chile y me crié en el campo, cerca de un pueblito que nadie menciona. No conocí mucho, salvo la chocita que compartí con mi madre y mis hermanos menores. Mi padre y mi abuelo eran campesinos, de ellos aprendí a sembrar la tierra. De muy chico me pusieron a trabajar y me enseñaron que un hombre que se preciara de serlo, debía ser resistente al vino y los tragos fuertes. Desde que tengo uso de razón, creo recordar que me alimentaban con ulpo, harina tostada con vino tinto.
Fui a la escuela, aprendí a leer, sumar y restar, pero las otras me costaban más. A la hora de multiplicar y dividir, la mollera se me cerraba un poco. Pero algo aprendí, sobre todo supe por mi profesora que existían ciudades grandes, y por supuesto el gran Santiago, en donde se concentraba todo y había oportunidades de mucho trabajo. Por eso mi sueño era algún día partir a la gran ciudad y ahí transformarme en alguien importante. Tener que lavar y ayudar a acostar a mi padre y abuelo, que siempre llegaban borrachos del pueblo en las noches, me tenía harto.
Mientras trabajaba la tierra de sol a sol, soñaba con crecer, salir de la vida que llevaba y emprender una diferente. Al parecer no debía hablar, ya que mi padre y abuelo me criticaban, decían que tenía delirios de grandeza y que no entendía que la vida del campesino era así y había que aceptarla.
Mis sueños me acompañaban siempre, pero tenía un problema: mientras crecía, se me hacía cada vez más necesario el alcohol. Me avergonzaba de mis figuras masculinas, pero la verdad, yo iba para la misma. Crecido iba al pueblo a tomarme mis cañitas, y llevaba botellas de vino para pasar el día. Nunca supe lo que mi madre pensaba, era callada al máximo y solo andaba afanando con los críos y la casa.
No me alargaré en todos los recovecos que superé hasta ver mi sueño cumplido. Solo diré que los dueños del fundo para el que trabajábamos y mi profesora me apoyaron en mi decisión de dejar la vida de campesino y emprender el viaje a la capital. Mis patrones me dieron una dirección para que pidiera trabajo y me brindaron una gran ayuda, que consistió en guardar una parte de mi sueldo para ahorrarla y tener esa plata cuando estuviera listo para partir.
Ellos querían que saliera del campo y pudiera tener una vida diferente a mi padre y abuelo, de niño me demostraron mucho cariño. Mi profesora también me tenía mucho afecto, y pese a lo porro, veía en mí un deseo de surgir y eso la enorgullecía. “¡Llegarás lejos, Pancracito!”, me decía.
No me alargaré en la historia de la odisea que fue incluso llegar a Curicó y tomar el bus a Santiago. Era huaso, huaso. Pero mis patrones habían hecho contactos y en la capital me irían a buscar al terminal para llevarme a la casa, donde trabajaría de jardinero y todo lo que me pidieran.
Los nuevos patrones tenían chóferes. Santiago era enorme y bonito. Yo creía que ver Curicó había sido demasiado, pero la capital la dejaba chica. Vi muchos edificios, las personas parecían hormigas afanadas. Me preguntaba cómo harían para saber dónde se encontraban sus casas.
El barrio donde me llevaron era elegante y hermoso. La casa parecía un castillo en mi mente. Recorrerla me costó muchos días. No entraba mucho, pero a veces me tocaba encerarla y limpiar los vidrios, por eso la tuve que conocer y recorrer. Con frecuencia me perdía y tenía que preguntar para volver a la cocina, y de ahí a mi pieza. Quien, entre risitas hermosas, me enseñó a orientarme fue María. ¡María, la niña más hermosa de la toda la tierra! Era una de las nanas de la casa. Siempre me miraba con la carita llena de sonrisa, y yo no sabía si era de buena o si podía estar interesada en mí. Soy muy inseguro. Desde mi nombre hasta mi cabeza dura, todo de mí me parece feo. Por supuesto, la Marujita era imposible. ¡Cómo le gustaría este huaso bruto y mal hecho!
Sin embargo, me brindó su amor, era lo que le faltaba a mi vida para ser perfecta. Lo tenía todo y no cabía en mis zapatos de tanta felicidad. Pero me llamaba el alcohol, eso me desesperaba. En ese barrio no vendían cañitas, tampoco había botillerías. Mis patrones tenían bodegas de vinos finos y caros, licores con unas etiquetas de aduana, según me contó María, porque los traían de afuera. Arriesgaba mi trabajo y mi buena vida, pero la necesidad me llevó a robarme botellas y tomármelas en la noche callado en mi pieza. Creí que nunca me pillarían, ya que tenían muchas y los vinos los subían las nanas por encargo de mi patrón.
De tonto lo creí, pero me sacaron la foto y mi patrón me llamó para hablar. Me entregó una plata y dijo que estaba despedido. La luz se apagó y lo bello pareció esfumarse de un solo suácate. Me arrepentí de mi vida estúpida y de este vicio que me llevaría, sin duda, a la perdición. Recuerdo que lloré con amargura mientras empacaba, no sabía a dónde ir y mis patrones no me recomendarían. Estaba perdido en esta ciudad, pero lo que más me dolía era perder a María. Maldije la vida, a mi padre y a mi abuelo, pero un milagro increíble se produjo. María entró en mi pieza y me dijo que se iría conmigo, no importaba cómo nos arregláramos, ella me apoyaría porque me amaba; además, conocía la cuidad.
De esa forma mi vida volvió a ser perfecta, pero con una gigante responsabilidad. En un abrir y cerrar de ojos, tenía una mujer a mi lado, y los dos sin trabajo; era mi necesidad apoyarla, ya que por mi culpa había dejado todo.
Nos fuimos a la periferia, había una toma de terrenos y era la única manera de conseguir un sitio para vivir. Con cartones, plásticos que encontramos en los basurales y géneros, armamos nuestro nidito de amor. Era primavera, de manera que no pasamos frío, y aunque nadie lo crea, vivíamos felices en ese lugar. En una oportunidad venían elecciones y nos visitaron políticos importantes. No los conocía, pero se veía que era gente famosa y de mucha plata. Sabían hablar, hablaban mucho y de corrido. Nos ofrecieron casitas básicas antes de que llegara el invierno a cambio del voto. Me daba lo mismo porque yo no sabía eso de los votos, pero mis vecinos me conversaron. Lo importante fue que nos instalaron unas casitas que parecían cajones gigantes en donde guardarse. No importaba, con mi Marujita la pintaríamos y arreglaríamos; más cómodos, tal vez nos daría por formar una familia con hijos.
Hicimos planes para el futuro de los dos, pero pese a todo y lo lindo de mi vida, seguía con la lesera del trago. Me iba con algunos vecinos donde doña Chepa, así le decían por Condorito y sus personajes, pues la señora era igualita. Nos vendía cañitas y hasta cajas de vino barato. Estaba siempre curado y me preguntaba qué podía ver en mí la hermosa Majurita, pues yo debía tener olor a trago y vino malo. Igual hacia el amor conmigo y me buscaba la fiesta seguido. Me decía que no conocía a otros hombres, pero nunca lo necesitaría, porque yo debía ser el mejor del mundo.
La primera noche que pasamos en nuestra casita básica, hicimos el amor.
—¡La pintaremos azul, como tus bellos ojitos!
Me miró con esa carita tan especial que ponía luego de nuestros encuentros.
—¡Pa eso la pintamos negra, como tus uvitas! —Se largó a reír.
Debíamos pintarla, pues esa fila interminable de cajones hacia parecer todas las casitas iguales, bromeamos con la idea de que nos perderíamos y nos costaría encontrar nuestro hogar. Además, ni chapas tenían las puertas.
Todo era perfecto, pero sabía que muchos andaban al acecho de mi Marujita. Creo que nadie se explicaba qué había encontrado en borracho como yo, y tan huaso, más encima. Pese a saber que me quería, pensaba que era cuestión de tiempo antes de que se desilusionara y aburriera de mí. Era tan inseguro y no me sentía merecedor de su amor. Se sumaba a este hecho que cada vez que me juntaba con mis vecinos, mencionaban que la cuidara y dejara el trago, porque ella era muy linda y no faltaría quien me la quisiera quitar.
La noche siguiente, a pesar de la maravillosa velada que habíamos pasado y todos los bellos planes que hicimos para el futuro, igual me fui de tomatera. Tenía que echarme alcohol al pescuezo, lo hacía desde niño. Tarde en la noche y con la mente podrida, me encaminé apenas de vuelta a la casa. Dejaba a Marujita sola y era peligroso, esa noche me habían vuelto a llenar de tallas sobre mi bella esposa. Iba entonado y a la vez amargado, pero con mis cariñitos y besos, arreglaría el asunto, jurándole no volver a salir a tomar, como solía hacerlo.
Entré muy despacio porque escuché ronquidos. Algo heló mi sangre. No sentía solo los ronquidos de mi Marujita, sino otros al unísono. Cuidando de no tropezar, avancé hasta la cama y vi entre las penumbras dos cabezas. Un perico que no reconocí estaba dormido abrazándola como cucharita. “Seguramente se confiaron y se quedaron dormidos, sin arrancarse antes de mi llegada”, pensé. El odio me invadió. Quizá cuántas veces había metido a otro tipo mientras yo salía; como era buena para la cama, el gil se durmió.
Intentando no hacer ruido, salí en busca de algo. Tenía claro lo que necesitaba, es cierto que estaba aturdido y en un estado deplorable de rencor, pero tenía claro lo que necesitaba. Tomé una enorme piedra que apenas pude levantar y entré a hurtadillas. Primero la dejé caer de pleno sobre la cabeza del hombre, cosa que no la defendiera, y luego antes de que reaccionara y gritara, la lancé sobre María, matándola de un viaje. Me ensañé con ambos, destrozándoles el cráneo.
—¡Maté a mi Marujita, que Dios se apiade de mí! ¡La amaba! —grité fuera de la casa antes de desmayarme.
Desperté en la comisaria con los carabineros interrogándome.
—¿Qué le hicieron sus vecinos? ¿Por qué los mató?
Lleno de confusión, vi a lo lejos a mi Marujita. Lloraba a mares, mientras algunas carabineras la contenían.
—¡Me confundí de casa! —dije antes de desvanecerme otra vez.
Aquí estoy, detenido y con abogados que repiten: “¡Esta te saldrá por curado, Pancracio! Entraste a la casa de al lado y mataste a tus vecinos”.
Mi Marujita está haciendo gestiones y acude a diario a verme. Mis noches están llenas de terror y creo que no he dormido más desde ese día. Los gendarmes y presos dicen que soy un feminicida, pues aunque no haya matado a María, ella estaría muerta de haber estado con otro; bien merecido tenía la puesta de cuernos. ¡Me lo dicen como si yo no lo supiera!
Marujita no parece darse cuenta de ese hecho y sigue con la tontera de que me ama. No bebo, por supuesto, y no puedo escapar a los horrores de mis actos. Aunque creo que esta vez ni el alcohol borraría lo espantoso de mi reacción. Lo peor es que anhelo que Marujita se olvide de mí y encuentre a otro, en el fondo siempre me sentí merecedor de una buena cornada. Pienso en mi padre y abuelo, pues pese al alcohol, nunca se mandaron un condoro como el mío, y yo sentía desprecio por ellos. También recuerdo a mis primeros patrones, quienes confiaron para recomendarme, y en mi maestra. Por supuesto, pienso día y noche en mi pobre madrecita y lo que sentirá cuando se entere de lo que hice. ¡No solo maté a mi Marujita, en el fondo, me maté yo también! Mis pobres vecinos, ¡oh, no Dios mío, ten piedad! Aunque me soltaran nada sería igual, y si Marujita no me teme, yo sí me tengo miedo, asco y desprecio.
Esta es mi historia, espero que sirva de algo a otros curados y maricas feminicidas. Mañana cuando Marujita venga, no estaré en este mundo.
Pancracio
Escrito por:
Eva-Morgado-Flores
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