La Espera
Cada mañana significaba un inevitable dolor de cuerpo y alma. Sus años y el exceso de peso la hacían más lenta. Aún usaba su reloj despertador, el de hacía cuarenta años, en que comenzó a ejercer como profesora.
Cuando lograba sentarse en la cama, daba gracias a Dios por un nuevo día.
Siempre imaginó una vida familiar, un compañero, hijos; pero entre la vida, el ajetreo, cuadernos y pruebas para revisar, reuniones, consolar, abrazar, corregir, crear… se dedicó solo a ser profesora.
Cuando pensaba en los meses que quedaban para su última clase, recogía del suelo y el cielo las mil experiencias vividas: las veces que hizo de mamá, las que despidió a sus cursos en octavo básico, la que lo hizo con su estudiante que no aguantó la vida, las que lloró y las otras que rio hasta doblarse.
Se vestía con lentitud ceremoniosa como ritual de despedida… todo cambiaría en unos meses.
Desayunaba y partía a su escuelita en un auto sin la revisión técnica al día, más por falta de tiempo que de recursos. Siempre posponía esa visita. Recordaba a ratos que pronto tendría más tiempo del que quisiera.
¿Cómo llenaría esas horas de risas, mocos, peleas y anécdotas?
¿Quién sería ahora la psicóloga, la enfermera, la curandera, la consejera del amor, la jueza, la payasa?
“Seguro vendrá otra, como siempre”, se decía.
“Después de todo no somos imprescindibles, pero ellos y ellas sí lo son para mí”, se repetía.
“¿De dónde sacaré energías para no hacer nada? “.
Estacionaba su autito en el lugar eterno destinado gracias a su antigüedad en la institución, y en medio de sus cavilaciones bajaba ella, su peso, su bolso lleno y su mente hecha remolinos, su alma colgando de una emoción desconocida o más bien negándose a reconocerla; su corazón parchado, sus zapatos viejos pero cómodos, su sonrisa pegada a la cara, algunos humos saliendo de su cabeza entre medio de furias y recuerdos amargos.
Quedaban solo algunos meses… después, poco a poco moriría. Lo sabía, jamás había hecho algo por ella, nunca se regaloneó, nunca se dio un tiempito y sus miles de posibilidades de encontrar otro sentido a la vida, que no fuese solo ser profesora.
Sabía que moriría, lo sabía bulliciosamente en su rumeo mental…
Quizás llegando a casa esta noche haga planes, o solo comience a morir.
Quizás revise por millonésima vez su cajita repleta de cartas, dibujos llenos de corazones; algunas con manchas de chocolate y fotos añosas, de esas de rollo de su cámara vieja y usada como adorno en su modesto comedor.
Quizás, como siempre, llegaría la noche y su despertar lento en medio de sus divagaciones… quizás.
Escrito por:
Evelyn Gutiérrez
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