BESOS EN TINIEBLAS
La noche silenciosa era testigo del pesar de aquellos dos muchachos que paseaban como si el tiempo fuera infinito. Se miraban y sonreían, pero un dejo de melancolía agitaba el aire. La velada parecía perfecta para el beso más apasionado, voraz, triste y lleno de amor, un beso que encerraba ilusiones contenidas en sus miradas, sobre todo en la de ella; cuyos ojos proyectaban su esperanza reflejada en el paisaje de un mar calmo ante la incipiente caída de pequeñas gotas humedeciendo sus mejillas. Se detuvo a mirar la baranda del mirador, contempló con cautela el borde del roquerío mientras se imaginaba cayendo, invadida por el deseo de que él la sostuviera y la ayudara a seguir soñando.
Mientras en su cabeza los pensamientos crecían como el río que se enriquece con la lluvia, la mirada de él revelaba la calma y frialdad que su mente necesitaba. Abrazados en la fría noche, recibían la llovizna que cubría sus cabellos de pequeñas gotitas similares a diamantes que titilaban con la tenue luz de los faroles. Bajo esa tierna caricia la conversación fluía como versos en las manos de un poeta.
La joven mantenía la mirada cabizbaja mientras lo escuchaba hablar sobre banalidades, cada palabra que afloraba de su boca la conducía a la incertidumbre, las dudas y la inseguridad invadían su corazón; no quería que eso acabara. Asida de su brazo experimentaba una sensación extraña que la llevaba meditar sobre sus verdaderos deseos, se preguntaba qué pasaría a continuación, sabía que no acabaría bien.
Nadie hubiera sido capaz de predecir lo que ocurrió. La niebla se disipó igual que se despeja el ojo de un huracán, un instante de calma en mitad de semejante desastre. La blanca luz de la luna cubrió sus rostros a medida que continuaban la conversación, los abrigos dejaron de ser necesarios. La ansiedad constante de que pronto acabaría detuvo a la chica, el silencio invadió la zona, solo se oía el rumor de la suave marea, gentiles olas morían en las rocas debajo de ellos. En el horizonte se distinguía el destello de las farolas pertenecientes a los botes de aquellos hombres que se hacían a la mar acompañados del temor a la noche, la soledad y las leyendas de cautivadoras sirenas y monstruos marinos; era imposible saber si volverían a tierra, al partir se jugaban su suerte.
Con inocencia ella se ubicó frente al chico sin levantar la mirada, las grietas de la acera parecían interesantes, las manos en sus bolsillos delataban los nervios que sentía. Se mantuvieron en esa posición durante unos segundos, luego él acarició con su mano los cabellos de la chica para limpiar las gotas que aún brillaban. Su gesto se deslizó con suavidad hacia el rostro, bajó por su cuello y se detuvo ahí. Lentamente se inclinó hacia la mejilla y le entregó un beso suave esperando su reacción. Ella sintió su corazón detenerse durante un segundo, pero después sus pulsaciones aumentaron robándole la fuerza que necesitaba para elevar la mirada. Él repitió el gesto, esta vez acercándose un poco más a sus labios. La chica estaba hundida en sus pensamientos, no quería que jugaran con ella, temía arriesgarse, pero una escena como esa, casi tomada de Broadway, hizo que levantara el rostro para corresponder al beso.
El momento fue tan perfecto y verdadero que todas sus dudas se desvanecieron durante un instante. Al separarse sus labios, se miraron fijamente. Él tomó su mano, estampó un cortés besó y se alejó. La chica lo observó desvanecerse entre la niebla que los cubría nuevamente, se acercaba rápida como un manto gris y tenebroso. Se quedó paralizada, los brazos caídos y el pelo alborotado por la bruma mientras el cielo lloraba otra vez. Él no se volvió para mirarla, ella no salía de su impresión, una lágrima rodó por su mejilla. Quiso inventar un final de cuento, se giró hacia el mar con la mirada perdida en el horizonte, contempló los botes de la bahía, desolados y tranquilos. No quedaba nadie, incluso las farolas habían desaparecido. Entonces y solo entonces, rogó que todo se repitiera.
Escrito por:
Marichen-Slaibe
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