Andrew Warren se levantó de su improvisado, pero cómodo escritorio, con insatisfacción. De pie ante su laptop, en el procesador de texto escribió unos puntos suspensivos y unos signos de exclamación, todo resaltado con color amarillo para que le recordaran más tarde que algo de lo escrito era incorrecto. Simplemente el texto no era de su completo agrado. Al menos, ciertos pasajes no le satisfacían por completo. Cliqueó el ícono de “Guardar” y se dirigió al balcón de su cuarto de hotel, balaustrado con un antepecho de fierro forjado con curiosas formas, que miraba hacia el oeste dando la espalda a los sectores más céntricos de París. Lo hizo en forma automática para que la brisa de la helada tarde le pegara en el rostro y refrescara su mente. Y también sus ideas. El nombre provisorio del archivo que acababa de salvar era simplemente “Bozidar”. Dejó a mano un pendrive donde acostumbraba a grabar, al menos un par de veces al día, una copia de respaldo del último archivo digital, aparte del de la nube. No confiaba mucho en los sistemas de respaldo digital y se aseguraba que fueran redundantes “por cualquier eventualidad”, como solía decir. Era comienzos de noviembre y en el balcón el frescor de la tarde lo confirmaba. Entretanto, en la pantalla del laptop, que descansaba sobre la mesa de su cuarto, que oficiaba de escritorio, el cursor quedó titilando hasta que los píxeles se oscurecieron por completo por la inacción del usuario.
Lo que Andrew trataba de escribir era un episodio de una novela ambientada en antiguas épocas, que versaba sobre las peripecias de un personaje ficticio llamado Bozidar que había inventado y sobre quien, por tanto, la Historia no consignaba palabra alguna. La verdad es que este capítulo en particular lo había escrito hacía varios meses y ahora solo lo repasaba y corregía para que quedara a punto con el resto del libro que avanzaba en forma paralela en varios frentes. Pero seguía disconforme con el contenido del texto. La narrativa la había ambientado en el hecho histórico de la Defenestración de Praga, ocurrido varios siglos atrás. No le interesaba el hecho histórico mismo, tampoco si lo que escribía se ajustaba o no a la realidad, o si había distorsiones grotescas en su desarrollo. En un caso como este, el hecho solo debía pasar en forma inadvertida para el lector, como lo había practicado en varias de sus otras novelas. Además, y aunque tenía la apariencia de serlo, en este capítulo su relato no debía asemejarse a un libro de historia ni nada parecido. Se trataba de narrar parte de la vida ficticia de un protagonista principal que se desenvolvía atormentado por las estresantes situaciones que le tocaban vivir, ambientado en cierta forma en un escenario convulso de la historia de Europa. La novela tenía secciones dedicadas a la vida de Bozidar tanto antes como durante y después de su forzada caída por una ventana. Su idea sobre la trama del relato era postular una teoría novelesca, y ficticia, por supuesto, sobre qué pasó con este personaje después de la defenestración y más que nada hacia el final de sus días. Por lo visto, no se sabía mucho del destino posterior de los cuasi ejecutados en Praga, salvo que, al secretario de la gobernación, que no tenía títulos nobiliarios, lo nombraron Barón de algo por servicios distinguidos. Menos se sabía del final de un cuarto defenestrado, que fue Bozidar, ya que la Historia solo consigna a tres desafortunados en aquel memorable y horrendo hecho. Lo bueno de todo era que a Andrew no le interesaba que el relato fuera real. Tampoco sería la postulación de una hipótesis por probar, relativa a alguno de los defenestrados reales, escondida detrás de un cuarto personaje. Menos aún, su narración se iba a publicar en algún simposio de historia o un webinar académico, o algo parecido, como solían hacer sus amigos catedráticos y vecinos de Berkeley. Incluso la Historia tradicional “fidedigna” del suceso de Praga merecía dudas. La palabra estiércol da a entender boñiga o excremento animal, destinado al abono. Sin embargo, hay que recordar que por aquellos años los sistemas de evacuación de restos fecales y aguas servidas eran muy deficientes y las deposiciones se acumulaban por varios días en los costados de las edificaciones. Así, entonces, la palabra estiércol es una manera elegante de referirse simplemente a deposiciones de todo tipo, incluidas las humanas. Por ello, es razonable suponer que la historia real de lo sucedido aquel día de mayo de mil seiscientos dieciocho es menos lírica de lo que a veces se da a entender.
Por otro lado, Andrew tenía que inventar una forma elegante para introducir un cuarto defenestrado en su novela, y una razón plausible para que no quedara consignado por los historiadores, siendo al mismo tiempo un personaje decisivo en el desarrollo real del hecho y de los que vendrían después en la Gran Guerra de Europa. Tenía algunas ideas escritas sobre cómo hacerlo y solo esperaba un momento de tranquilidad e inspiración para la redacción final. En lo principal, la parte relativa a los hechos históricos, Andrew la desarrollaría aprovechando la condición imaginaria de católico recalcitrante de Bozidar y su influencia como consejero en los ámbitos del poder en el palacio real. En cuanto a la parte que se refería a que este cuarto personaje debía pasar inadvertido, era más complicada. Andrew tenía la idea de crear intereses cruzados y determinantes entre los actores reales y ficticios de los hechos (pronto pensaría cuáles y cómo describirlos en forma verosímil).
Como está dicho, y por fortuna para Andrew, su relato no era histórico. Era solo un cuento para entretener a sus miles de lectores. Imaginaba que solo el título de su próxima novela podría ser tremendamente llamativo. Sería algo así como: “El cuarto defenestrado” (todo el mundo sabía que solo fueron tres), o: “El defenestrado desconocido”, o: “El misterioso ejecutado de Praga”, o: “La historia desconocida de Bohemia”, o algo por el estilo. En algún momento tendría tiempo para pensar en algo impactante para el oropel.
Por otra parte, había otras aristas novelescas que el escritor se proponía llevar al límite y que en forma habitual introducía en sus relatos: era la descripción de las sensaciones, sentimientos y emociones de sus personajes. Para ello, solo tenía que recurrir a su imaginación… y a algunas vivencias para que los textos de sus novelas fueran más creíbles. Esto último era lo más importante para él: el ajuste de su relato a las emociones que se esperaban de sus personajes. Las descripciones de las vivencias espirituales de los protagonistas deberían ser lo más reales posible. Allí, en las expresiones de la emotividad y el sensacionalismo, era donde su novela pondría el acento y ese sería el encanto más importante del libro.
Sobre este tema, lo que más le molestaba de su propio escrito, ahora mirando el horizonte desde el fresco balcón de su hotel parisino, era justamente que, a su entender, este capítulo en particular estaba luciendo como un texto de historia y esa no era la idea. En su visión, le faltaba más realismo en la descripción de las reacciones emocionales de su personaje Bozidar, sobre todo en algunos pasajes. Por ejemplo, en la última parte del capítulo donde los prisioneros son lanzados en caída libre desde las ventanas de un palacio, a Andrew le incomodaba mucho que una experiencia tan extrema como aquella, estuviera quedando reducida a tres líneas de texto.
Pensó en varias formas para solucionar este problema. Una alternativa era concentrarse a fondo, dejando de lado la comodidad de su sillón de escritor, y ponerse en la piel de Bozidar y dejarse llevar por las sensaciones del personaje, totalmente impregnadas por el violento trajín de los acontecimientos, en estado de pánico y desesperación. Bueno, esto —ponerse en los zapatos de sus personajes— siempre lo hacía cuando escribía sus novelas, pero ahora parece que requeriría de mucho más esfuerzo. Otra forma era experimentar él mismo una situación similar. Así, su propio cuerpo, sus propios sentidos y su propia mente adquirirían las marcas indelebles y reales de aquella vivencia extrema. Entonces, la descripción de tales hechos sería mucho más auténtica, creíble y emocionante para sus lectores. Ese había sido el modo habitual de desplegar la creatividad de su mente, desde que comenzó a escribir prosa muchos años atrás. De pronto, Andrew Warren, el maduro escritor, recordó un archivador de cartón con hojas en blanco en su interior, que por mucho tiempo permaneció vacío de palabras en un estante de su dormitorio cuando era niño y vivía con sus padres en Lafayette, Indiana. En aquella ocasión, ciertas vivencias extremas le sirvieron como detonante para revertir su penosa sequía literaria. Andrew pensó que ahora, en el presente, debería volver a repetir el mismo viejo y probado ejercicio que tantas veces le había ayudado. En este caso, debería sentir una experiencia similar a la de Bozidar, pero no hasta las últimas consecuencias, claro está. Técnicamente, lo que debería efectuar era una recreación de escena. Había varias formas de concretarlo. Se le ocurría, por ejemplo, que podría saltar desde el quinto piso de un edificio, como lo hacen los dobles en las películas, donde la caída es amortiguada mediante colchonetas inflables de varios tamaños. Pero sería muy llamativo y probablemente requeriría de un comité organizador y de permisos especiales. También podría ser un salto en paracaídas, que nunca había hecho, o un salto bungee, desde lo alto de una grúa telescópica, pero sin cuerdas elásticas y con colchonetas en su reemplazo para suavizar el golpe. En todas estas experiencias tendría sin duda la invaluable oportunidad de sentir el aire golpeándole el rostro, con tanta fuerza que le sería muy difícil respirar, además de la inestimable ocasión de escuchar el ruido del roce de su propio cuerpo contra el viento en contra, y miles de sensaciones más que después podría fácilmente traducir en palabras. Dentro de estas alternativas, la última le parecía más viable, ya que era más barata, más simple y sin reporteros ni noteros casuales con sus famosos teléfonos celulares en ristre. Tendría que averiguar sobre algún lugar donde se practicara bungee en París, en lo posible en una zona apartada, lejos del bullicio de las aglomeraciones. El tiempo pasaba más rápido de lo previsto y se acercaban los límites de su calendario de publicación, que debía coincidir con las fechas de las ferias literarias programadas con años de anticipación. Andrew tenía previsto comentar estos temas a su amigo y colaborador Antoine de Crussel, con quien se reuniría al día siguiente para ver los detalles de su visita a Chamonix y otros aspectos de su apretada agenda en Europa. El buen Antoine, con seguridad le ayudaría en el proceso de encontrar un buen lugar para su salto al vacío, y la solución a otras extravagancias y menudencias menores que necesariamente se requerirían.
Escrito por:
Oscar Asenjo Guajardo
Capítulo Dos del libro "El escritor"
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