EL FINAL DE LA GUERRA
Cuando la guerra termina, se hacen estadísticas de las pérdidas humanas y sobre todo materiales, a fin de calcular lo que políticamente ha significado. Se reconstruyen mapas, ciudades y se establece un nuevo orden social. A lo largo de la historia, la humanidad se ha ido perfilando a partir de guerras y luchas en las que el común denominador siempre es la idea de que la fuerza vence a la razón. Esa ha sido la premisa de nuestra civilización.
Cuando se trata de hablar del interminable desfile de personas aterradas, desconcertadas y con la vida hecha trizas, es fácil darse cuenta de que los cálculos juegan en su contra. En un escenario como este llegaron a Chile los refugiados de la Segunda Guerra Mundial. “En el fin del mundo, existe un país tan tan lejano que la guerra nunca llegará; ese país nos recibe”. Frases como esta eran pronunciadas y repetidas por los hombres y mujeres que se instalaron aquí con la esperanza de comenzar una nueva vida en el paraíso prometido.
Su historia es digna de contarse. Con cada una de las familias que se ubicaron en el territorio veía la guerra como un fantasma que permanecería en sus vidas provocando terrores. Rusos, alemanes, yugoslavos e incluso españoles que huían de Franco, tanto por las persecuciones como por su peligrosa posición frente a la guerra.
Fue de esta forma que en un barrio cualquiera los vecinos se transformaron en una extraña mezcla de nacionalidades, muchas enemigas, pero con un común anhelo. Ninguno quiso la guerra y todos, sin embargo, vinieron heridos por ella. Los jóvenes, sin importarles el trauma provocado por los bombardeos, la vida oscura y el constante peligro de muerte que los asechó, se enamoraron y con ese sentimiento nació el instinto de perpetuarse y formar familias, familias instauradas bajo la entonces sincera promesa de permanecer juntos hasta que la muerte los separara. Cobijados por este sentimiento tuvieron hijos que no nacieron en el país que les correspondía y que crecieron con la extraña sensación de pertenencia y, a la vez, con el conocimiento de saberse ajenos, sobre todo por sus características físicas; eran una rara amalgama entre extraños y chilenos.
Los niños compartieron colegios, juegos y las entretenciones típicas de ese tiempo. La llegada de los circos en primavera y los juegos mecánicos, instalados en los entonces enormes terrenos baldíos, los vieron crecer junto a todos los niños chilenos. A pesar de esto, eran nombrados con la nacionalidad de sus padres. El ruso, el alemán, el yugoslavo, el español… solo a unos pocos los llamaron “mi amigo”.
Las historias son diversas. Una madre con esquizofrenia desencadenada a raíz de la guerra, atormentada por enormes ojos imaginarios que la espiaban, miraba con suspicacia desde su ventana las antenas de la Radio Corporación, ubicada en La Florida. Era una mujer atormentada, en su mirada se reflejaba el terror. Así crió a sus hijos, quienes al crecer comenzaron a cansarse de la enfermedad de su madre. En algún momento comprendieron que esas visiones horrendas que la perseguían estaban solo en su mente.
Las casas eran construidas con refugios antiaéreos y bodegas, ahí se guardaban víveres por si la guerra llegaba algún día a nuestro país. La vida entera de estas familias estaba planificada en torno a la experiencia que les había tocado enfrentar.
Un padre alemán quedó al cuidado de su mujer postrada y su hijo con esquizofrenia, el chico permanecía horas y horas con la mirada fija, perdido en un tiempo de horrores. De pronto se incorporaba y pintaba sobre el muro del comedor hermosos cuadros marinos, lo único bello que sus ojos vieron antes de que el terror lo hundiera en una pesadilla sin fin. Ese padre se acostumbró a la soledad, había perdido en vida todo lo que amaba, a pesar de que la muerte aún no le arrebataba a sus seres queridos. Su hijo y su esposa no estuvieron con él, la guerra se los había robado. De las bocas de esos seres atormentados solo salían palabras de horror en contra de los franceses y la advertencia de que, si al mundo se le ocurría declararle la guerra a Francia, conocerían al peor enemigo que jamás la humanidad hubiera imaginado.
Una rabia de este tipo podría sonar extraña viniendo de un alemán, pero sin importar su nacionalidad, su esposa estaba paralizada y su hijo extraviado en un terror que solo su mente infantil podía describir, ya que de sus labios no brotaban palabras.
Otro caso: una hija perdida durante un día entero, una niña rusa. Nadie daba con su paradero y la desesperación de sus padres y vecinos se acrecentó a medida que la buscaban sin encontrar rastro. Al final, cuando cayó la noche la vieron salir de un escondite al fondo del patio de nuestra casa. ¿De qué se ocultó?
De esa forma, los terrores de la guerra perseguían a estas familias como un sabueso al acecho.
11 de septiembre de 1973. El bombardeo a la Radio Corporación, ubicada en Vicuña Mackenna con Rojas Magallanes, rompió la quietud aquella mañana y causó pánico en el barrio. El terror lo cubrió todo y se desató el pánico colectivo, originado por los refugiados de guerra, quienes huían cayendo de cara al suelo, sin poder mover sus piernas, débiles ante el horror que parecía perseguirlos.
―¡La guerra llegó al fin del mundo!, ¡la guerra llegó!
Hay quienes piensan que la guerra endurece, pero bastó con ser testigo del espectáculo de aquellos rostros sangrantes que se golpearon una y otra vez contra el pavimento para descubrir que no era cierto.
Si posees alma y amas la vida que trajiste al mundo y la propia, nunca las estadísticas y los cálculos serán favorables terminada una guerra, solo juegan en contra de todo lo humano. Aunque para el mundo la guerra terminó, quienes la vivieron la experimentan como un terror que no tendrá fin.
Escrito por:
Eva Morgado Flores