¡UNA AYUDITA!
Dedicado al vagabundo del metro Pedro de Valdivia, Santiago, Chile.
Todos los días, hora tras hora, miles de pies se hacen escuchar. La llegada de cada vagón del metro se siente en el sector. Se perciben las voces de quienes platican y ríen, la de algún cantante ambulante ubicado alguna de las murallas cercanas a las salidas, las notas de una guitarra o los soplidos de saxofón que relajan a varios. Fuertes pisadas suben y bajan las escaleras, manos abren y cierran las puertas del interior de la estación.
Muchas veces este estruendo apaga la voz de un pobre hombre, de tal vez unos setenta años, que se sienta a la salida con una mirada sincera y humillada. Todos pasan a su lado sin prestar atención a sus humildes palabras, palabras simples y comunes para muchos.
Espera que le entreguen un par de monedas. La mayoría de las veces, recibe de las pequeñas: un peso, cinco pesos, diez pesos. En pocas oportunidades, le dan un poco más, cincuenta o cien. Otros le miran y solo exclaman estúpidamente: “¡Pobre hombre!”.
Siempre está en la estación, sea la hora que sea, con tal de tener un poco de dinero para comer algo y beber su habitual botella de vino dulce. A veces aparece con una tos terrible y dolida, pero permanece en ese lugar recitando sus palabras.
De vez en cuando, su barba está cortada o cambia su gorro con el que tapa una brillante calva. Nunca ha expelido hedor alguno, siempre está limpio y con olor a adulto mayor, ese aroma agradable que emanan los ancianos. En ocasiones, algunos niños se acercan a entregarle un dulce u otra cosa; él sonríe y mira agradecido.
Un día, un hombre de alto estatus pisó su arrugada y a veces sucia mano. Su vieja mirada buscó humilde los ojos del hombre y con voz tranquila dijo:
—Caballero, ha pisado mi mano.
El hombre de traje de pingüino volvió el rostro y lo miró con odio, para dar una arrogante respuesta:
—¿Quién te has creído para hablarme así? —Su mirada fue tosca y su pronunciación educada, pero sin respeto. Como si aplastara cualquier cosa, buscando dolor, sonrió con maldad y moldeó su zapato en los viejos dedos del pobre hombre.
Al día siguiente el anciano volvió, con su mano, esta vez, vendada. Humillado, entonó su ya común canción, percibida por pocos. Se podría pensar que sintió odio contra aquel hombre, ¿pero de que serviría vengarse? Tal vez eso meditaba al momento de juntar sus manos bajo el mentón.
En los días de lluvia, ostenta una chaqueta amarilla con un agujero en la espalda. No le ha importa que lo mojen con los paraguas, tampoco que le lancen agua, mucho menos si se enferma. Así es su vida.
Provoca grandes dudas cuando nadie lo ve, pues estira sus manos al cielo y llora. Tal vez quiere hacer algo, como volar, o quizá desea juntarse con alguien allá arriba; solo él lo sabe.
Muchas personas dicen: “¡Una ayudita!”, pero él es diferente. Se sienta en la escalera a la salida de la estación, la mirada tranquila, entonando su canción de nunca acabar:
—Tengo hambre, señor... Tengo hambre, señora... Tengo hambre, joven... Tengo hambre, señorita... Tengo hambre... Tengo hambre... por Dios.
Su voz siempre se apaga cada vez que dice por Dios.
Escrito por:
Ramón-Lara-Garcés