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Aguja Literaria

EL ADEFESIO


En un remoto lugar de Chiloé, nació un ser horrendo llamado Mastuerzo. Fue muy difícil para sus padres exponerlo a la luz del día, y más todavía presentarlo en sociedad.


Se esforzaron por enseñarle lo básico: aprendió a caminar, aunque se ladeaba al hacerlo; intentó hablar, pero solo emitía alaridos, su mayor logró fue pronunciar algunas palabras raras. Le costaba entender todo y era similar a los patos, que nadan a medias, caminan mal y vuelan solo hasta cierta altura antes de caerse.


Pronto sus progenitores se dieron cuenta de lo ardua que sería su tarea, ya que el ser también era medio sordo y tatarita.


La existencia era difícil tanto para él como para sus padres, quienes esperaban que con los años ocurriera un milagro que mejorara la situación. Siendo su único hijo, no podían evitar pensar qué ocurriría cuando ellos murieran, pues eran los responsables de haberlo traído al mundo.


Lo amaban y hacían todo lo que podían para facilitarle la vida. Sin embargo, sufrían indescriptiblemente con dos realidades: que sus amigos se burlaban de él, pues lo tenían como mascota y payaso, y la consciencia de que, más allá de todas sus dolencias, era tan adefesio que nadie se fijaría en él para formar una familia.


A medida que crecía era cada vez más horripilante, desgarbado y torpe. Con el pasar de los años, comenzó a sentir la necesidad de salir al mundo, estaba lleno de inquietudes y ansias de libertad. Deseaba hacer amigos, explorar todo lo que encontrará, pero sobre todo, deseaba conocer el amor.


Cada mañana salía de casa en busca de amistad y ternura, y volvía al caer la tarde, tras recibir desprecio y odio. No importaba con quién se topara, todos le ponían sobrenombres y lo maltrataban. Cada día regresaba a casa con el corazón destrozado y las manos vacías.


Quiso cambiar su estrategia y probar suerte en las noches, cuando todos los gatos son negros. Sin embargo, retornaba con el mismo fracaso pintado en el rostro.


No por esto se decepcionaba, una de sus virtudes era el sentido del humor. A menudo, bromeaba diciendo que la única solución era casarse con una ciega, pues ojos que no ven corazón que no siente.


Tristemente, sus salidas nocturnas no solo le trajeron la desilusión ya conocida, sino también muy mala reputación. Los vecinos rumoreaban, se oían historias que aseguraban que era un vampiro, un tue-tue o el chupacabras.


Su sola presencia atemorizaba a la población, que poco a poco lo fue transformando en una leyenda con más fama que el Trauco, el Caleuche o la Pincoya.


Como todas las cosas traen consigo un lado favorable, se convirtió en un personaje de tal calibre que poco faltó para que le pidieran autógrafos, y la gente solicitaba hora para verlo en el día y conversar con él. En las noches no, pues era como ver al cuco y salir arrancando, que las patitas se hacía cortas.


Una noche estrellada de luna, en la que se oía ¡aúúú!, ¡aúúú!, se encontró con una joven llamada Pancracia, a quien cruelmente le decían el Experimento de la Bruja o la Trauquina (por ser esposa del Trauco). Era la mujercita más fea y mal hecha de Chiloé; por si fuera poco, era bastante lesa, pero al lado del adefesio no se le notaba lo federica.


Apenas vio a Mastuerzo, huyó despavorida como quien arranca que vienen los indios, ya que nunca había visto a alguien más espeluznante. El adefesio la llamó insistentemente, diciéndole:


—No huyas de mí, por-por favor, no te-te haré daño… yo-yo no soy malo… so-so-solo quiero co-co-conocerte, es-es-eso es todo.


Cuando logró recuperar el aliento y se le pasó el susto, Pancracia se dijo a sí misma: “Detente que ya pasaron los indios”. Dio la vuelta y se aproximó de a poquito, conmovida por las palabras quejumbrosas de aquel ser, y también por curiosidad.


Tras conversar un poco se sinceraron el uno con el otro, y juntos lloraron amargamente sus penas. La vida de ella tampoco era fácil: hija única, sus padres estaban preocupados por el futuro que le esperaba.


Rápidamente se dieron cuenta de que no era la primera vez que se veían, ya antes se habían tropezado por las mañanas, y eran vecinos desde niños; sin embargo, nunca antes habían charlado.


A él le pareció la mujer más divina y preciosa del mundo, pues veía en ella una belleza interior inexplicable. Por su parte, ella lo miró a lo profundo de los ojos y captó lo sensible, simpático, caballeroso y galán que era.


Luego de esa primera conversación, hecha de corazón a corazón, iniciaron una gran amistad. Salían por las noches, cabalgaban, reían; cuando estaban juntos las horas pasaban con rapidez. Los chilotes, maliciosos, decían que eran el Trauco y la Trauquina, sin poder evitar que los pelos se les pusieran de punta y la carne de gallina.


Casi sin que se dieran cuenta Cupido hizo su tarea, flechándolos. Tomaron la decisión de pololear y gritar a los cuatro vientos su amor ciego, pero antes acordaron conversarlo con sus padres.


Los progenitores de ambos estaban al tanto de su amistad, pues se habían convertido en uña y mugre, así de inseparables eran. Cuando se enteraron del pololeo, los padres del joven rieron dichosos, formándose muchas expectativas al respecto. No obstante, los futuros suegros se opusieron rotundamente, prohibiéndole a su hija que se continuaran viendo.


Los padres de Pancracia eran poco realistas, esperaban un adonis para su hija, la feúcha porfiadita de casa, y no veían lo mal hecha y pajarona que era. Mastuerzo era la horma de su zapato, pero ellos no se daban cuenta.


Los enamorados hicieron caso omiso a la prohibición y se las arreglaron para encontrarse a hurtadillas, esta vez durante el día para no levantar sospechas. Una tarde él le pidió matrimonio, a lo que ella aceptó con los ojos cerrados. Tenía no sé cuántos vestidos de novia en la cartera, apolillándose, así que por fin saltó la liebre: era su única oportunidad, y estaba enamorada hasta las patas.


Siguieron frecuentándose, viviendo su noviazgo, pero más temprano que tarde fueron descubiertos. Los padres del chico se enteraron de todo y los alcahueteaban, mientras los de ella ignoraban la existencia del compromiso; sabían que se iba a armar la grande cuando lo supieran.


Decidido, el joven acudió a casa de los suegros, en compañía de sus padres. La intención era pedir la mano de su novia, pero le fue como en feria. Se armó la tole-tole, patadas y puñetazos iban y venían. A la pobre Pancracia sus padres la cachetearon y mechonearon. Al final, terminó cual Rapunzel, enclaustrada en su habitación sin poder recibir visita alguna.


No obstante, el amor pasó por encima de estas prohibiciones, y se las ingeniaron para verse. Él consiguió una escala y todas las noches acudía a su balcón, como Romeo y Julieta, aunque los vecinos los comparaban con Shrek y Fiona.


Una fría noche de invierno se fugaron. Dejaron una carta para sus padres y se embarcaron hacia una población cercana a Chiloé. Allí dieron rienda suelta a su idilio y lograron casarse, pues ya habían alcanzado la mayoría de edad.


Los únicos testigos de su unión fueron los animales del bosque, lobos nocturnos, búhos, lechuzas, murciélagos, arañas, además de las bellas flores, la brillante luna y el humilde curita pueblerino. Este no hallaba la hora en que terminara aquel casamiento para huir de semejantes espectros, pues eran más feos que la maldad o el pecado mortal.


Y así fueron felices comiendo perdices. Tuvieron diez hijos bastante desgraciados, deformes y tarupidos; de tal palo tal astilla, la historia de nunca acabar.


Sus coterráneos le decían a la familia los locos Adams o los Monsters, por ser tan particulares. Salían a pasear juntos en el día o en la tarde, y de noche se turnaban para no provocar soponcios ni taquicardia a nadie. A pesar de ello, eran considerados un matrimonio modelo por su ejemplo de amor.


Con los años volvieron a Chiloé. Nada más llegar, gritaron “¡¡Ya estamos aquííííí!!”, pero menos mal que era de día. Los padres de él estaban felices, y a los consuegros no les quedó más remedio que aceptar al yerno y perdonar a su hija. Chochos, los abuelos regaloneaban de lo lindo a sus nietos monstruitos, como si fueran los más hermosos del mundo.


Al final los consuegros se hicieron grandes amigos, dando cuerda a los chilotes para inventar más cuentos de la cripta, cosa para la que eran expertos.


¿Moraleja? Hay que ver el vaso medio lleno y no medio vacío, y cada oveja con su pareja.


Mi papá decía que hasta al chancho más pelado le carga la garrapata, y colorín colorado este final es el deseado.


Escrito por:

Malva-Valle

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