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Aguja Literaria

EL BRUTO METÁLICO


No estaba muy seguro de ir por aquel atajo para llegar donde sus tíos, Luis y Nilda; sin embargo, se vio obligado a tomarlo. Acomodó la pesada mochila en su espalda y caminó. Sus pisadas hacían crujir la tierra. Con frecuencia tropezaba con algún cactus, así que disminuyó la marcha. Tuvo ante él una aridez extensa, un escenario de gran desolación en donde solo el silbido del viento lo acompañaba.


Casi sin darse cuenta, encontró dos rieles separados entre sí por un metro de distancia, colocados sobre traviesas que se asentaban en una base de piedra y arena, parecían haber sido construidas para resistir toneladas; tardó en darse cuenta de que había hallado una línea ferroviaria. Durante un largo trayecto no pudo despegar los ojos de la vía. Continuó caminando, como si estuviera en trance, invadido por una somnolencia. Se despabiló de pronto al toparse con una curva, alzó la vista; no reconoció nada a su alrededor. Le pareció ver una aldea lejana a la izquierda, allí preguntaría dónde estaba.


Creyó distinguir un grupo de casas de color marrón, pero al acercarse vio una locomotora con vagones, se trataba tan solo de un conjunto de hierro oxidado. Se acercó a la máquina y tocó con suavidad aquel bruto metálico, como si temiera despertarlo.

—Se parece a la locomotora Mikado tipo W que alguna vez vi en Baquedano o en Taltal —pensó en voz alta—, difícil territorio para la tracción a vapor, lejos del carbón y el agua.

Observó las válvulas de pistón y las ruedas acopladas. Puso los dedos en la biela, en la barra y se detuvo en el ténder, pues en el carril de al lado había otra locomotora.

—¡La Copiapó! —dijo al tiempo que se restregaba los ojos—. ¿Cómo llegó aquí? ¡Está nueva, como si fuera 1851!


La chimenea estaba reluciente, alzada al cielo, lista para expulsar el humo si se le hacía funcionar. Entró a la cabina e inspeccionó el lugar donde se introducía el carbón por la puerta del horno. Observó también el regulador que controlaba la velocidad y el volumen del vapor admitido en los cilindros; el inversor, que permitía dar marcha atrás; la palanca del freno al vacío para la locomotora y los vagones; tampoco faltaban los manómetros, que indicaban los niveles de presión en la caldera, los cilindros y los frenos. Después subió al vagón más próximo. Se sentó para descansar, los asientos estaban aún con el calor de los pasajeros. Afuera un niño gritó. Quiso saber qué ocurría y se asomó por la ventanilla, pero un repentino remesón del tren lo hizo caer. Se puso en pie y bajó, afuera todo era quietud.


Caminó hacia la estación. Las paredes eran de adobe, y las puertas y ventanas esperaban a un posible pasajero; sin embargo, nadie pasaba por los andenes. El techo, de cruzados hierros, daba una amplia sombra. Se acomodó en un escaño que estaba al costado de la columna más cercana y vio telarañas tejidas por muchas partes.


A cien metros distinguió unas casas; esto lo tranquilizó, pues pensó en pedir ayuda.

Cuando entró al pueblo fue recibido por un silencio sobrecogedor. Irrumpió en las casas más cercanas, inspeccionando cada recoveco, cada habitación vacía. Mientras salía de una, apareció un niño.


—¡Eh, tú! —El chico no reaccionaba al llamado, hasta que por la insistencia, volteó a ver quién lo necesitaba.

—¿Qué?

—¿Dónde están todos?

—¡Están aquí! —respondió el chiquillo sorprendido.

De pronto se encontró con gentes vestidas a la usanza del siglo XIX o principios del XX que caminaban en los tablones, en las calles transitaban carruajes tirados por caballos y asnos.

—¡Esto debe ser una broma! —se dijo—. O puede ser una fiesta de disfraces, pero ¡qué bien disfrazados están!

—¡Eh, hijo! —Alguien le tocó el hombro—. ¿Qué te pasa? ¡Ven, ven con nosotros!

Frente a él se encontraba un hombre usando sombrero, con una cicatriz cruzando su mejilla izquierda y una mano vendada. El desconocido prosiguió:

—Mire que un pueblo que no tiene gentes, no es un pueblo.

—¡P-p- pero yo no creí que…! —No esperaba encontrar personas. Después de esto, oyó el repicar de las campanadas.

Siguió al hombre y al niño hasta una casona central, donde dejó su mochila. Junto a la gente del pueblo organizaron y prepararon lo que parecía ser un festejo.

Levantaron un escenario en la plaza. Los habitantes traían sus sillas, esperaban ver un importante espectáculo.

—¡Qué bueno que llegó, don Darío Moisés! ¡Lo estábamos esperando! —le dijo una mujer antes de que él se sentara en primera fila.

—¿A mí me habla?

—Sí.

—¿Me conoce?

—Por supuesto, ¿quién no? Sabíamos que tarde o temprano vendría. El tren lleva y trae a muchos a este pueblo. —Luego él se convirtió en un espectador más.


Primero, un hombre pronunció un largo discurso que fue aplaudido por los presentes. Cuando lo mencionaron, oyó grandes vítores, pero no entendía a qué se debían estas expresiones de cariño, pues nunca había visto a ninguno de los presentes.

Transcurrieron muchas horas, en las que le fue posible contemplar todo tipo de expresiones artísticas dedicadas al aniversario del pueblo. El evento concluyó con fuegos artificiales que iluminaron el cielo y las casas. A él lo dejaron en un hotel como huésped de honor, junto a su equipaje.


Cuando ya estaba acostado, en la penumbra, se dijo: “¡No sé cómo me mantuve en pie! ¿Estarán confundiéndome con otra persona? Tuve que aceptar, porque no tenía dónde dormir. Mañana les aclararé quién soy”.

Al día siguiente continuaron con la celebración. La plaza era el lugar para los juegos típicos; había muchos niños y adultos que participaban con alegría en las actividades. En los alrededores servían algodones dulces, pasteles y comida. Las challas y serpentinas eran lanzadas por doquier, mientras músicos de carnaval nortino se paseaban en medio de la algarabía.


Intentó convencerlos de que no era quien ellos creían, pero no le hacían caso; incluso el hombre que lo acompañó al principio, tan solo le devolvía una sonrisa incrédula tras oír sus palabras.

—Dice que no es usted. Luego se irá, pero el tren lo traerá de regreso, así confirmará que es Darío Moisés —le dijo.


Darío permanecía callado frente a estas afirmaciones, pero seguía ignorando quiénes eran esas personas a las que supuestamente debía conocer.

Dieron cierre a la festividad. Luego, le entregaron su mochila y un grupo lo acompañó a la estación. Lo despidieron con pañuelos blancos.


Mientras esperaba, le dijeron que se adelantara unos pasos y viera hacia el horizonte, por el cual vendría el tren para llevárselo. Estuvo un minuto así. De repente, a lo lejos sonó el silbato de la locomotora; al darse la vuelta, se encontró completamente solo. Todo era silencio, como al principio.


Se quedó frente a un camino. Un cartel indicaba a cuántos kilómetros quedaba el poblado más cercano; era el de sus tíos. No dudo más y fue en esa dirección.

Un camión lo transportó a su destino. Al llegar, golpeó la puerta y le abrieron.

—¡Hola, tío Lucho! Me perdí, fui a dar a otro lado. Disculpe que haya llegado dos días después —dijo.

—¡Hola, Darío! ¿Cómo que dos días? Te esperábamos hoy en la mañana. Recién son las siete de la tarde.

—Incluso pasé la noche en el hotel de un pueblo, a unos kilómetros de aquí.

—¡Ja, ja! Parece que el sol te pegó fuerte.

En ese momento entró su tía Nilda, quien se alegró de verlo y lo invitó a saborear unos pastelitos acompañados de una taza de té con leche.

—¿En cuál pueblo estuviste? No hay ninguno cerca excepto por unos cuantos palos parados y una estación abandonada, pero están muy lejos. Nadie vive ahí, hace años que no pasa un tren —dijo su tía—. Aunque sería bueno que volviera a haber uno. ¡Tanto que te gustan, Darío!

—¡Estuve ahí! —repitió él.

—No creo. Está donde el diablo perdió el poncho. Es imposible —afirmó su tío—. Tranquilo. ¡Anda a ducharte y ven a tomar once con nosotros!

Luis y Nilda cambiaron de tema; el joven se les unió, aunque rondaban muchas dudas por su mente.

Cuando se levantaron de las sillas, se fijó en una foto que estaba cerca.

—¿Quién es ese, tío?

—Es tu tatara-tatarabuelo, en un daguerrotipo —le respondió mientras ayudaba a Nilda con la vajilla—. Falleció en un desastre ferroviario o minero, no lo sé bien —continuó.

Darío tomó la foto para verla mejor. Aparecía una locomotora a vapor y, delante de ella, un hombre con sombrero. Abrió enormemente los ojos.

—¡Esa cicatriz…! ¡Ese rostro…! ¡Era él!

Escrito por:

Christian-Ponce-Arancibia


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