MÁS DE UNA DECENA DE NOCHES
Cuando se despertó, tuvo la certeza de que iba a morir. Algo le oprimía el lado izquierdo del pecho hacía más de una decena de noches. Al esconderse el sol, la molestia le impedía dormir, y por las mañanas, padecía de insomnio. Comenzó a cerrar las cortinas de toda la casa, se transformó en un ritual de cada amanecer y, casi al llegar la noche, las abría; como si esperara encontrar el alba. Estaba demacrado, igual de flaco, su tez oscilaba entre blanco y morado, los ojos verdes marcaban la esperanza de su rostro, evidenciando vivencias que le habían dejado un inmenso dolor. Día por medio lo visitaba su hija, siempre en las noches, cuando se suponía que dormía. Ella alimentaba al perro, que estaba dando su último aliento, y luego se iba pensando que su padre descansaba, cuando en realidad se sentaba al extremo de su cama, añorando que algún día ella subiera hasta su cuarto para compartir un desvelo con él.
Esa noche sentía algo distinto, la molestia persistía en el pecho, pero menos intensa. La joven abrió la puerta principal y entró para darle de comer al moribundo animal. Él decidió bajar y preguntarle por qué lo ignoraba.
Sin emitir sonido alguno, bajó con cautela las escaleras, quería sorprender a su "pequeña" (así le decía desde que era un bebé). Se paró sobre el marco de fierro rojo de de la puerta de la cocina, ella estaba de cuclillas acariciando a la agónica mascota. El silencio y las lágrimas se interrumpieron al oír la voz de su padre: “No llores, pequeña mía. Recuerda que es la ley de la vida, siempre has sido la más emotiva de mis hijas, ven, corre a darle un abrazo a tu viejo”. Ella, sin verlo, se paró y dio media vuelta, calentó agua y preparó un cargado café, perdiendo su mirada en el tazón que tenía estampada una corona de rey. Él volvió a irrumpir la restablecida tranquilidad. “¿Qué hice para que estés tan enojada conmigo?, jamás habías dudado en preparar una taza de café negro para este anciano. No merezco tu indiferencia… me siento solo y cansado, ven, y estrújale la espalda a tu arruinado padre”. Ella se giró bruscamente y fijó largo rato sus ojos en el techo, con cara de interrogación. Segundos después, tiró el tazón contra el suelo. Comenzó a llorar, sus lágrimas se asemejaban a las gotas de una repentina lluvia torrencial. Agarró su bolso, decidida a dejar la casa, él, aún parado en el umbral, intentó detenerla, pero ella le pasó literalmente por encima.
Despertó en el suelo de la cocina, su amado perro le pasaba la lengua por la cara y daba vueltas en círculos como respuesta a cada movimiento. El can tenía un ánimo de cachorro, y él, repentinamente sintió que había perdido todos sus males. Se sentó, aún confundido, Rocky salió corriendo hacia la sala de estar, el anciano por fin pudo enfocar una imagen y, al descubrir tamaña verdad, sintió náuseas. Comenzó a vomitar.
Rocky, su compañero fiel, al que había sentido correr hacía apenas unos segundos, yacía inmóvil junto al plato de comida que, momentos atrás, le había servido su hija predilecta; María Ximena. Quedó estupefacto por un momento, mientras sentía el amargo sabor, entre vómito e incredulidad. De pronto, el perro, con su mejor semblante, entró corriendo a la cocina por entre las sillas antiguas del comedor, ladrando con un tono grave. Su compañero yacía en el rincón de aquel cuarto y al mismo tiempo merodeaba por él, con una alevosía de carnaval. Desconcertado por lo ocurrido, aún no conseguía pararse cuando recordó la salida de María Ximena… ¿Sería posible que, Rocky y él, estuviesen muertos?
Escrito por:
Makarena-Sanderson